De la división social del trabajo a la división sexual del trabajo
Si actualmente uno le preguntase a cualquier persona qué entiende por “trabajo”, probablemente su respuesta sería más o menos así: una actividad laboral que realizas todos o algunos días a la semana a cambio de un sueldo, un salario o una remuneración. Se entiende esto como una suerte de intercambio entre la fuerza de trabajo, ya sea éste corporal o intelectual, por una retribución monetaria. Se tendría que ser muy desfachatado para admitir que se podría trabajar sin una paga de por medio.
Pero el trabajo no es solamente una palabra o una actividad que compartimos. El trabajo es un concepto que ha tenido una larga evolución teórica. La respuesta más común, como la que imaginamos arriba, se asocia a la economía convencional clásica que reducía el trabajo a una visión mercantil. La otra respuesta se refiere a la corriente de la economía política del marxismo clásico, del cual la economía feminista va a tomar como eje rector la relación entre el capital y el trabajo.
Se puede mencionar uno de los conceptos claves del pensamiento científico de Marx que, sin duda alguna, Engels tenía la genialidad de explicar en un lenguaje accesible para la gente, incluso para los trabajadores. Lo siguiente es una muestra de ello:
“La jornada se divide en dos partes: Tiempo de Trabajo Necesario y Tiempo de Trabajo Excedente; durante el tiempo de trabajo necesario se crea el producto necesario que cubrirá el salario del trabajador, y durante el tiempo de trabajo excedente se crea el producto excedente que encarna en su totalidad a la plusvalía, valor del que se apropia gratuitamente el capitalista.”
Las feministas señalaron las insuficiencias de la teoría económica de Marx, al plantear que el capitalista y, por ende, todo el sistema capitalista moderno, se apropiaba también de otra cosa además de la fuerza de trabajo excedente del obrero, que no es otra cosa que el trabajo de reproducción social que las mujeres realizaban en la casa: el trabajo doméstico.
A esa cadena de producción capitalista le antecedía un eslabón invisible para los ojos de Marx: las mujeres reponían al obrero-esposo la fuerza que éste necesitaba para cumplir, subsecuentemente, con su jornada de trabajo en la fábrica, a través de la satisfacción de sus necesidades básicas de sobrevivencia, incluida la de carácter sexual.
Como señala Federici y Dalla Costa en El Calibán y la Bruja. Mujeres, Cuerpo y Acumulación originaria (2010), Marx pensaba que el trabajador cubría sus necesidades de subsistencia y las de su familia a través del pago de su salario para la compra de mercancías. De esta manera se cumplía un ciclo de producción-satisfacción. Por supuesto, no vio o no pudo ver que alguien tenía que hacer el mandado, la comida, criar a los hijos, poner el baño, hacer las camas, etc., y que esto era resuelto por las mujeres en la familia nuclear.
En la actualidad, pareciera que los trabajadores son como una suerte o especie de “hongo de Hobbes” (metáfora tomada de Carrasco, 2004), es decir, como si brotaran libres de cargas o de necesidades de cuidado y siempre disponibles para el empleo.
Para el mercado, “el trabajador ideal solo sigue existiendo si alguien asumía la responsabilidad de mantener la vida día a día” (Pérez Orozco, 2005). Es un hecho antropológico que, a lo largo de la historia, las mujeres han sido responsables de un tipo de trabajo permanente, cíclico y vital. También es un hecho antropológico que hemos construido mandatos culturales sobre la biología de las mujeres, lo que la categoría de género nos ayudó a desenmascarar.
Este proceso histórico forjó un sistema de desigualdad social entre hombres y mujeres, propiciando situaciones de dependencia económica, violencia y discriminación hacia las mujeres, porque ese tiempo que ellas destinan a la sostenibilidad de la vida las mantiene en los márgenes del trabajo asalariado, pero es tiempo que libera a los hombres para que puedan producir y producir más.
Sin embargo, el tiempo dedicado a los cuidados ha quedado fuera de las relaciones económicas productivas y de la política. Su importancia para la sostenibilidad de la vida humana solo fue visible cuando las mujeres dejaron de ser las proveedoras silenciosas de este servicio, a raíz de las profundas transformaciones demográficas, culturales, sociales y familiares que experimentaban los países de Europa y América Latina.
Los cambios más alarmantes fueron el progresivo envejecimiento de las poblaciones que habitualmente acompaña a las bajas tasas de natalidad y fecundidad, así como el aumento de personas en situación de vulnerabilidad que necesitaban atención por parte de otras personas, pero que las mujeres dejaron de proveer cuando comenzaron a incorporarse masivamente al trabajo.
Ante esta situación, los gobiernos se enfrentaron a la creciente demanda de servicios de cuidados que eran cubiertos por las mujeres y que les economizaba gasto público. En palabras más sencillas, los Estados se dieron cuenta del impacto que tiene el trabajo doméstico y de cuidados en sus economías y en su desarrollo cuando las mujeres dejaron de hacerlo. Las Cuentas Satélites fueron diseñadas justamente para calcular el valor de ese tipo de actividades.
Los organismos internacionales diseñaron modelos de gestión a partir del enfoque del Gender mainstreaming, que en un primer momento se pensó que solucionarían la crisis y a la vez fomentarían el “empoderamiento de las mujeres”. El modelo de conciliación y los modelos derivativos consecutivamente fueron los primeros que los gobiernos instrumentalizaron mediante políticas sociales, pero ambos fracasaron.
Con el primero se implementaron estrategias de flexibilización laboral para que las mujeres pudieran compaginar la vida laboral con la vida familiar, pero lo que hicieron fue reforzar la división sexual del trabajo y la precarización del trabajo femenino, al verse en la necesidad de emplearse en trabajos de medio tiempo.
Y el segundo modelo, que está a punto de colapsar, busca trasladar las tareas reproductivas de la familia al mercado y a los servicios públicos. La intención de desahogar a las mujeres de la carga de cuidados solo ha funcionado para cierto sector privilegiado, quienes pueden pagar los servicios de cuidado que fue sustituido por otras mujeres más vulnerables.
Estos modelos fracasaron por haber sido consumidos por la lógica del capitalismo y porque ningún gobierno se planteó la necesidad de transformar de raíz las relaciones de género, ni mucho menos los patrones de feminidad y masculinidad en los que se asientan los roles de género.
Lo que hizo el capitalismo fue simplificar el concepto de empoderamiento al crear otra forma de explotación hacia las mujeres: la doble jornada. Es frecuente ver a mujeres comprometidas con todo. Cansadas porque tienen que hacerle hasta a la triple jornada: la exigencia de la casa, su empleo y comprometidas con su comunidad. Pero ningún hombre se siente empoderado al asumir las tareas de la casa.
El mercado terciarizó el trabajo doméstico abaratando los costos en otras mujeres: racializadas, afrodescendientes, indígenas, niñas, migrantes. En Yucatán era y es muy común que las mujeres mayas e incluso niñas de la comunidad vengan a la ciudad a trabajar en casas ricas. Esta situación no es más que un resabio del sistema hacendario que aún sucede en contextos de racismo y discriminación.
A México, por ejemplo, se les ha hecho observancias sobre la forma en que el gobierno reproduce narrativas de abnegación, de amor y entrega que romantizan en trabajo doméstico, como lo señaló la XI Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y el Caribe;
“La esencialidad del trabajo reproductivo ha sido reconocida de muchas maneras, a menudo como homenaje simbólico a la maternidad y exaltando, es decir, proponiendo como conducta socialmente deseable, la abnegación femenina.”
Y, aun así, se sigue diseñando políticas sociales bajo un esquema “familiaristas”. No se ha entendido que el estado ha acumulado riqueza a través de la expoliación de la fuerza del trabajo reproductivo de las mujeres y de que ese trabajo ha sostenido la vida a lo largo de la historia. Por eso al Estado le toca saldar una deuda histórica asumiendo su responsabilidad.
El Sistema Nacional de cuidados presenta un tercer modelo de gestión asentada en una política de reorganización social, política y económica bajo un modelo de corresponsabilidad entre el Estado, la comunidad y la familia.
El Estado mexicano se enfrenta a varios desafíos, entre ellos redistribuir el gasto público y poner realmente como prioridad de la agenda pública la igualdad de género. También debe superar su rol subsidiario para convertirse en garante de Derechos Humanos y que el diseño de todo el complejo de políticas, programas, proyectos o líneas de acción tenga por eje el involucramiento de los hombres en los cuidados.
Para finalizar estamos ante un nuevo paradigma de sociedad, aquella que pone la vida humana y planetaria en el centro. Y ante esto también es importante ir abandonado, por más contradictorio que nos parezca, la idea de autonomía individual para abrazar la idea más equitativa de la interdependencia. De que todos tenemos derecho a cuidar y a ser cuidados a lo largo de nuestro ciclo de vida.